La Educación Superior en la actualidad tiene como misión esencial la formación de profesionales altamente capacitados que actúen como ciudadanos responsables, competentes y comprometidos con el desarrollo social ¿Qué significa formar un profesional competente, responsable y comprometido con el desarrollo social?
Significa trascender el estrecho esquema de que un buen profesional es aquel que posee los conocimientos y habilidades que le permiten desempeñarse con éxito en la profesión, y sustituirlo por una concepción más amplia y humana del profesional entendido como un sujeto que orienta su actuación con independencia y creatividad sobre la base de una sólida motivación profesional que le permite perseverar en la búsqueda de soluciones a los problemas profesionales, auxiliado en esta labor por sus conocimientos y habilidades en una óptica ética y creativa. Ello implica que el proceso de formación profesional que tiene lugar en las universidades debe desplazar el centro de atención de la adquisición de conocimientos y habilidades a la formación integral de la personalidad del estudiante, de la concepción del estudiante como objeto de la formación profesional a la de sujeto de su formación profesional.
Y nos preguntamos, entonces, ¿están los docentes universitarios preparados para afrontar este reto?
¿Tienen nuestros docentes universitarios la formación pedagógica necesaria para potenciar el desarrollo pleno del estudiante como profesional competente, responsable y comprometido con el desarrollo social?
Un análisis más detallado del problema nos llevaría a formularnos otras preguntas.
¿Cómo concebir el proceso de enseñanza-aprendizaje y el rol del profesor y el estudiante en el centro universitario de manera tal que tributen a la formación del profesional que esperamos?
Independientemente de que la comprensión de la educación como factor condicionante del desarrollo humano está presente desde el pensamiento pedagógico pre-científico, en el desarrollo de la pedagogía como ciencia se observan distintos enfoques o tendencias que abordan de manera diferente la educación del ser humano y, por tanto, las concepciones acerca de los procesos de enseñanza y aprendizaje y del rol del profesor y el estudiante en la dirección de dichos procesos.
Para la pedagogía tradicional como tendencia del pensamiento pedagógico que comienza a gestarse en el siglo XVIII, con el surgimiento de la escuela como institución, y que alcanza su apogeo con el advenimiento de la pedagogía como ciencia en el siglo XIX, los contenidos de enseñanza lo constituyen los conocimientos y valores acumulados por la humanidad y transmitidos por el maestro como verdades absolutas desvinculadas del contexto social e histórico en el que vive el alumno. El método de enseñanza es eminentemente expositivo, la evaluación del aprendizaje es reproductiva, centrada en la calificación del resultado, la relación profesor-alumno es autoritaria, se fundamenta en la concepción del alumno como receptor de información, como objeto del conocimiento.
Independientemente de las virtudes de la pedagogía tradicional que logra la institucionalización de la enseñanza en la escuela y en la figura del maestro como conductor del aprendizaje de los alumnos con orden, rigor y disciplina, es necesario preguntarse: ¿puede la escuela tradicional propiciar la formación del hombre que hoy demanda la sociedad, reflexivo, crítico, independiente, flexible, creativo y autónomo, que logre convertirse en sujeto de su desarrollo personal y profesional?
Por supuesto que no.
Ante las insuficiencias de la pedagogía tradicional en su contribución al desarrollo pleno del hombre surgen en el decurso del siglo XX alternativas pedagógicas que desde diferentes ángulos abordan con una óptica científica el fenómeno educativo.
La Escuela Nueva, que desplaza el centro de atención de la enseñanza y el profesor al estudiante y sus necesidades de aprendizaje; la pedagogía operativa de J. Piaget, que dio origen a los enfoques constructivistas que centran la atención en los mecanismos psicológicos del aprendizaje; la pedagogía no directiva de C. Rogers, que aboga por el reconocimiento del estudiante como persona que aprende; la pedagogía liberadora de P. Freire, que defiende la educación dialógica, participativa y el carácter problematizador y comprometido de la enseñanza con el contexto sociohistórico en que tiene lugar; el enfoque histórico-cultural de L.S. Vigotsky, que enfatiza el carácter desarrollador de la enseñanza y la función orientadora del profesor en el diseño de situaciones sociales de aprendizaje que conducen al estudiante a su crecimiento como ser humano.
Todas estas tendencias, entre otras, intentan desde diferentes ángulos la búsqueda de una explicación científica a la educación del hombre que permita comprender su formación y desarrollo como sujeto de la vida social.
El decurso del pensamiento pedagógico en el siglo XX se caracteriza por la lucha contra el dogmatismo en la enseñanza y el aprendizaje memorístico, y se dirige al rescate del alumno como sujeto de aprendizaje y al reconocimiento de sus potencialidades creativas desarrollables en un proceso de enseñanza-aprendizaje basado en la aceptación, el reconocimiento y el respeto mutuo en las relaciones profesor-alumno.
El desarrollo pleno del hombre, objetivo esencial de la educación, no es posible en una enseñanza que privilegia la estimulación de las capacidades intelectuales al margen y en detrimento de la educación de sentimientos y valores, que concibe la teoría desvinculada de la práctica, que otorga al profesor un papel hegemónico y absoluto en la dirección del proceso de enseñanza y al estudiante la condición de objeto y receptor pasivo en el proceso de aprendizaje.
¿Cómo entonces concebir el proceso de enseñanza-aprendizaje, el rol del profesor y el estudiante en una escuela que propicie el desarrollo pleno del hombre?
El aprendizaje ha de concebirse como el proceso de construcción, por parte del sujeto que aprende, de conocimientos, habilidades y motivos de actuación que se produce en condiciones de interacción social, en un medio sociohistórico concreto sobre la base de la experiencia individual y grupal y que lo conduce a su desarrollo personal.
Esta concepción de aprendizaje plantea ante todo el reconocimiento del carácter activo del estudiante en el proceso de construcción del conocimiento, su desarrollo en condiciones de interacción social, así como el hecho de que se aprenden no sólo conocimientos y habilidades, sino también valores y sentimientos que se expresan en la conducta del hombre como motivos de actuación.
La enseñanza ha de ser concebida como el proceso de orientación del aprendizaje del estudiante por parte del profesor que propicia las condiciones y crea las situaciones de aprendizaje en las que el estudiante se apropia de los conocimientos y forma las habilidades y motivos que le permiten una actuación responsable y creadora.
Esta concepción de enseñanza reconoce al profesor como un orientador del estudiante en el proceso de aprendizaje; no se trata del profesor autoritario de la pedagogía tradicional que impone al estudiante qué y cómo aprender; tampoco es el caso del profesor no directivo que espera pacientemente a que el estudiante sienta la necesidad de aprender espontáneamente para facilitar su expresión.
El profesor orientador del aprendizaje es un guía que conduce al estudiante por el camino del saber sin imposiciones, pero con la autoridad suficiente que emana de su experiencia y sobre todo de la confianza que en él han depositado sus alumnos, a partir del establecimiento de relaciones afectivas basadas en la aceptación, el respeto mutuo y la comprensión.
En un proceso de enseñanza-aprendizaje dirigido al desarrollo pleno del hombre los contenidos de enseñanza se relacionan tanto con la formación y desarrollo de conocimientos y habilidades como de valores y motivos de actuación rompiendo la falsa dicotomía existente en la pedagogía tradicional entre lo instructivo y lo educativo, entre lo curricular y lo extracurricular.
Los métodos de enseñanza son eminentemente grupales y participativos, problémicos, dirigidos al desarrollo de la capacidad reflexiva del estudiante, de la iniciativa, flexibilidad y creatividad en la búsqueda de soluciones a los problemas de aprendizaje y sobre todo de la responsabilidad e independencia en su actuación.
La evaluación cumple una función educativa por cuanto centra su atención en el decurso del proceso de aprendizaje y en las vías para el desarrollo de las potencialidades del estudiante. Un papel importante corresponde, en este sentido, a la autoevaluación y a la coevaluación en el grupo de estudiantes.
Un elemento esencial para las instituciones de Enseñanza Superior es una enérgica política de formación del personal. Se deberían establecer directrices claras sobre los docentes de la Educación Superior, que deberían ocuparse sobre todo, hoy en día, de enseñar a sus alumnos a aprender y a tomar iniciativas, y no a ser, únicamente, pozos de ciencia. Deberían tomarse medidas adecuadas en materia de investigación, así como de actualización y mejora de sus competencias pedagógicas mediante programas adecuados de formación del personal, que estimulen la innovación permanente en los planes de estudio y los métodos de enseñanza y aprendizaje, y que aseguren condiciones profesionales y financieras apropiadas a los docentes a fin de garantizar la excelencia de la investigación y la enseñanza.
Ser un docente universitario competente desde una concepción humanista de la educación significa no sólo ser un conocedor de la ciencia que explica (física, matemáticas), sino también de los contenidos teóricos y metodológicos de la psicología y la pedagogía contemporáneas que lo capacite para diseñar en sus disciplinas un proceso de enseñanza-aprendizaje que potencie el desarrollo de la personalidad del estudiante.
La formación de profesionales competentes, responsables y comprometidos con el desarrollo social, misión esencial de la Educación Superior contemporánea, precisa una universidad que prepare al hombre para la vida; ése es el reto de la universidad de hoy.
Significa trascender el estrecho esquema de que un buen profesional es aquel que posee los conocimientos y habilidades que le permiten desempeñarse con éxito en la profesión, y sustituirlo por una concepción más amplia y humana del profesional entendido como un sujeto que orienta su actuación con independencia y creatividad sobre la base de una sólida motivación profesional que le permite perseverar en la búsqueda de soluciones a los problemas profesionales, auxiliado en esta labor por sus conocimientos y habilidades en una óptica ética y creativa. Ello implica que el proceso de formación profesional que tiene lugar en las universidades debe desplazar el centro de atención de la adquisición de conocimientos y habilidades a la formación integral de la personalidad del estudiante, de la concepción del estudiante como objeto de la formación profesional a la de sujeto de su formación profesional.
Y nos preguntamos, entonces, ¿están los docentes universitarios preparados para afrontar este reto?
¿Tienen nuestros docentes universitarios la formación pedagógica necesaria para potenciar el desarrollo pleno del estudiante como profesional competente, responsable y comprometido con el desarrollo social?
Un análisis más detallado del problema nos llevaría a formularnos otras preguntas.
¿Cómo concebir el proceso de enseñanza-aprendizaje y el rol del profesor y el estudiante en el centro universitario de manera tal que tributen a la formación del profesional que esperamos?
Independientemente de que la comprensión de la educación como factor condicionante del desarrollo humano está presente desde el pensamiento pedagógico pre-científico, en el desarrollo de la pedagogía como ciencia se observan distintos enfoques o tendencias que abordan de manera diferente la educación del ser humano y, por tanto, las concepciones acerca de los procesos de enseñanza y aprendizaje y del rol del profesor y el estudiante en la dirección de dichos procesos.
Para la pedagogía tradicional como tendencia del pensamiento pedagógico que comienza a gestarse en el siglo XVIII, con el surgimiento de la escuela como institución, y que alcanza su apogeo con el advenimiento de la pedagogía como ciencia en el siglo XIX, los contenidos de enseñanza lo constituyen los conocimientos y valores acumulados por la humanidad y transmitidos por el maestro como verdades absolutas desvinculadas del contexto social e histórico en el que vive el alumno. El método de enseñanza es eminentemente expositivo, la evaluación del aprendizaje es reproductiva, centrada en la calificación del resultado, la relación profesor-alumno es autoritaria, se fundamenta en la concepción del alumno como receptor de información, como objeto del conocimiento.
Independientemente de las virtudes de la pedagogía tradicional que logra la institucionalización de la enseñanza en la escuela y en la figura del maestro como conductor del aprendizaje de los alumnos con orden, rigor y disciplina, es necesario preguntarse: ¿puede la escuela tradicional propiciar la formación del hombre que hoy demanda la sociedad, reflexivo, crítico, independiente, flexible, creativo y autónomo, que logre convertirse en sujeto de su desarrollo personal y profesional?
Por supuesto que no.
Ante las insuficiencias de la pedagogía tradicional en su contribución al desarrollo pleno del hombre surgen en el decurso del siglo XX alternativas pedagógicas que desde diferentes ángulos abordan con una óptica científica el fenómeno educativo.
La Escuela Nueva, que desplaza el centro de atención de la enseñanza y el profesor al estudiante y sus necesidades de aprendizaje; la pedagogía operativa de J. Piaget, que dio origen a los enfoques constructivistas que centran la atención en los mecanismos psicológicos del aprendizaje; la pedagogía no directiva de C. Rogers, que aboga por el reconocimiento del estudiante como persona que aprende; la pedagogía liberadora de P. Freire, que defiende la educación dialógica, participativa y el carácter problematizador y comprometido de la enseñanza con el contexto sociohistórico en que tiene lugar; el enfoque histórico-cultural de L.S. Vigotsky, que enfatiza el carácter desarrollador de la enseñanza y la función orientadora del profesor en el diseño de situaciones sociales de aprendizaje que conducen al estudiante a su crecimiento como ser humano.
Todas estas tendencias, entre otras, intentan desde diferentes ángulos la búsqueda de una explicación científica a la educación del hombre que permita comprender su formación y desarrollo como sujeto de la vida social.
El decurso del pensamiento pedagógico en el siglo XX se caracteriza por la lucha contra el dogmatismo en la enseñanza y el aprendizaje memorístico, y se dirige al rescate del alumno como sujeto de aprendizaje y al reconocimiento de sus potencialidades creativas desarrollables en un proceso de enseñanza-aprendizaje basado en la aceptación, el reconocimiento y el respeto mutuo en las relaciones profesor-alumno.
El desarrollo pleno del hombre, objetivo esencial de la educación, no es posible en una enseñanza que privilegia la estimulación de las capacidades intelectuales al margen y en detrimento de la educación de sentimientos y valores, que concibe la teoría desvinculada de la práctica, que otorga al profesor un papel hegemónico y absoluto en la dirección del proceso de enseñanza y al estudiante la condición de objeto y receptor pasivo en el proceso de aprendizaje.
¿Cómo entonces concebir el proceso de enseñanza-aprendizaje, el rol del profesor y el estudiante en una escuela que propicie el desarrollo pleno del hombre?
El aprendizaje ha de concebirse como el proceso de construcción, por parte del sujeto que aprende, de conocimientos, habilidades y motivos de actuación que se produce en condiciones de interacción social, en un medio sociohistórico concreto sobre la base de la experiencia individual y grupal y que lo conduce a su desarrollo personal.
Esta concepción de aprendizaje plantea ante todo el reconocimiento del carácter activo del estudiante en el proceso de construcción del conocimiento, su desarrollo en condiciones de interacción social, así como el hecho de que se aprenden no sólo conocimientos y habilidades, sino también valores y sentimientos que se expresan en la conducta del hombre como motivos de actuación.
La enseñanza ha de ser concebida como el proceso de orientación del aprendizaje del estudiante por parte del profesor que propicia las condiciones y crea las situaciones de aprendizaje en las que el estudiante se apropia de los conocimientos y forma las habilidades y motivos que le permiten una actuación responsable y creadora.
Esta concepción de enseñanza reconoce al profesor como un orientador del estudiante en el proceso de aprendizaje; no se trata del profesor autoritario de la pedagogía tradicional que impone al estudiante qué y cómo aprender; tampoco es el caso del profesor no directivo que espera pacientemente a que el estudiante sienta la necesidad de aprender espontáneamente para facilitar su expresión.
El profesor orientador del aprendizaje es un guía que conduce al estudiante por el camino del saber sin imposiciones, pero con la autoridad suficiente que emana de su experiencia y sobre todo de la confianza que en él han depositado sus alumnos, a partir del establecimiento de relaciones afectivas basadas en la aceptación, el respeto mutuo y la comprensión.
En un proceso de enseñanza-aprendizaje dirigido al desarrollo pleno del hombre los contenidos de enseñanza se relacionan tanto con la formación y desarrollo de conocimientos y habilidades como de valores y motivos de actuación rompiendo la falsa dicotomía existente en la pedagogía tradicional entre lo instructivo y lo educativo, entre lo curricular y lo extracurricular.
Los métodos de enseñanza son eminentemente grupales y participativos, problémicos, dirigidos al desarrollo de la capacidad reflexiva del estudiante, de la iniciativa, flexibilidad y creatividad en la búsqueda de soluciones a los problemas de aprendizaje y sobre todo de la responsabilidad e independencia en su actuación.
La evaluación cumple una función educativa por cuanto centra su atención en el decurso del proceso de aprendizaje y en las vías para el desarrollo de las potencialidades del estudiante. Un papel importante corresponde, en este sentido, a la autoevaluación y a la coevaluación en el grupo de estudiantes.
Un elemento esencial para las instituciones de Enseñanza Superior es una enérgica política de formación del personal. Se deberían establecer directrices claras sobre los docentes de la Educación Superior, que deberían ocuparse sobre todo, hoy en día, de enseñar a sus alumnos a aprender y a tomar iniciativas, y no a ser, únicamente, pozos de ciencia. Deberían tomarse medidas adecuadas en materia de investigación, así como de actualización y mejora de sus competencias pedagógicas mediante programas adecuados de formación del personal, que estimulen la innovación permanente en los planes de estudio y los métodos de enseñanza y aprendizaje, y que aseguren condiciones profesionales y financieras apropiadas a los docentes a fin de garantizar la excelencia de la investigación y la enseñanza.
Ser un docente universitario competente desde una concepción humanista de la educación significa no sólo ser un conocedor de la ciencia que explica (física, matemáticas), sino también de los contenidos teóricos y metodológicos de la psicología y la pedagogía contemporáneas que lo capacite para diseñar en sus disciplinas un proceso de enseñanza-aprendizaje que potencie el desarrollo de la personalidad del estudiante.
La formación de profesionales competentes, responsables y comprometidos con el desarrollo social, misión esencial de la Educación Superior contemporánea, precisa una universidad que prepare al hombre para la vida; ése es el reto de la universidad de hoy.
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